La calle Armill tiene un letrero enorme que prohibe cualquier juego de pelota sobre el césped que domina una amplia esquina con Sovereign road. Por ende, los muchachos del barrio se arriesgan a correr en el pavimento, aunque exponerse a que se lastimen las rodillas o peor aún, sean atropellados, suena a piropo en Croxteth, un suburbio popular del noreste de Liverpool, donde la vida desde hace mucho tiempo es más una decoración.
A mediados de los 80 el famoso puerto inglés fue descuidado por las autoridades; la ciudad erosionada por el clima y las fábricas, transitaba diariamente por un estado anímico hostil y grisáceo. Los colores de los Beatles solo quedaron en la memoria colectiva de la gente pero la realidad cotidiana era de violencia. Incluso en uno de sus principales entretenimientos, el futbol. Liverpool fue una maquiladora de hooligans.
Como buen scouser (habitante de Liverpool) y fanático del balompié existen dos máximas. La primera, odiar todo lo que venga de Manchester. La segunda, ser Red del Liverpool o Toffee del Everton. Bueno, en realidad existe una tercera regla que consiste en detestar aún más al rival de la ciudad que a los propios mancunianos.
Wayne el mayor de la familia Rooney, cumplía con esta regla a la perfección. Amaba al Everton, todo en su casa era azul y soñaba con jugar algún día en Goodison Park. La tradición fue inculcada a través de generaciones y nada cambiaría su preferencia, ni siquiera los triunfos, incluso internacionales del vecino incómodo, que por el contrario los hacían todavía más fervientes seguidores de su equipo.
Su padre, Wayne, cobraba subsidio gubernamental por desempleo, así que practicaba el futbol y el boxeo de forma amateur, mientras que Jeanette, la madre, era cocinera en la escuela La Salle.
Por obvias razones, la situación en casa nunca fue holgada, para colmo el líder del hogar era ludópata y apostaba dinero prestado. Los dos hermanos menores de Wayne compartían cuarto con él, una pequeña habitación que en la ventana tenía colgados cinco banderines del club de sus amores. La necesidad de espacio y libertad los hacía salir a jugar en las oscuras tardes incluso bajo la eterna lluvia. Una idea en el papel temeraria pero es así como se curten los ingleses, quienes aseguran el frío es mental.
Caminar por la rudas veredas de Croxteth conlleva un alto índice de peligro, ya que esa zona de la ciudad fue tomada por el crimen organizado, llenando el sitio de droga y homicidios.
“Crecer ahí es difícil, pero moldea tu carácter”, le dijo a The Sun.
Desde muy joven quiso ser futbolista impulsado por su padre y tíos que cuando podían le conseguían alguna entrada para ver al Everton. “Deseaba jugar en Goodison Park, quería ser parte de esa historia y que mi familia se sintiera orgullosa de mi”.
Chico risueño con los suyos, extremadamente seco con los demás, cuando tenía la pelota no le gustaba pasarla y cuando la perdía no se incomodaba en quitarla con una barrida. De vez en cuando iba al arco para atajar pero lo suyo eran los goles, la potencia y el amague sobre la corrida. El Everton lo invitó a sus categorías inferiores y cuando tenía 10 años dejó al medio británico enloquecido al anotar 114 goles en 29 partidos. Arsenal, Tottenham, Wolverhampton y el United fueron a buscar a su familia, sin embargo todos querían que siguiera con el Everton.
“En realidad el futbol lo tomé en serio luego de que vi aquella jugada de Michael Owen contra Argentina en el Mundial 98, ahí me dije ‘quiero hacer lo mismo’”, le contó a Daily Mail.
Los récords que marcó como juvenil hicieron que gente autorizada en la materia por toda la isla lo catalogaran sin siquiera haber jugado un minuto de manera profesional como el próximo ídolo del futbol inglés.
Su prototipo físico era totalmente el de un británico de la calle, de aquellos fuertes trabajadores de las fábricas o de esos tipos que antes de regresar a casa pasan por el pub de la esquina. No era un Beckham, ni Lampard, ni Gerrard, era más un Gascoigne, un Joey Barton, un Dennis Wise; estereotipos más encaminados a la anarquía con tendencias violentas, explosivas, fuertes pero con ciertos tintes artísticos, eso sí con cara brusca y adoradores de los golpes. Totalmente aspiracional para cualquier chico de la calle.
Lo registraron en el primer equipo de los Toffees con el número 18, el mismo que había dejado vacante el susodicho Paul Gascoigne. Su impacto fue inmediato y un año después del debut, Inglaterra lo vio con el escudo de la rosa. La mitad de Liverpool sólo pudo sostenerlo un par de temporadas, porque las libras que llegaron desde Old Trafford eran irresistibles.
Rooney tuvo que borrar uno de sus códigos de nacimiento y ponerle buena cara a Manchester. Igual cuando se fue dijo: “Voy al United, pero sigo odiando Liverpool”.
Ha compartido ataque con figuras consagradas como Cristiano Ronaldo, Ruud Van Nistelrooy, Carlos Tévez, Dimitar Berbatov, Henrik Larsson, Ole Gunnar Solskjaer, Michael Owen y Robin Van Persie. Siempre luchando por la titularidad y colocando el estandarte local en un equipo que no tiene miedo a las banderas.
Formó parte de una de las mejores generaciones de futbolistas ingleses, sin embargo como es casi una maldición, no pudieron ni siquiera acercarse a lugares protagónicos. Dentro de sus goles memorables está la chilena que practicaba desde los ocho años y que pudo hacerla magistralmente en un clásico ante el City. Eran 77 minutos, Nani lanzó un centro desde la derecha, Wayne quedó solo en el manchón penal, voló más alto que nadie y de derecha la puso en el ángulo superior izquierdo del arco citizen.
Un tanque repleto de armas dispuestas a lastimar al rival, ese es el arsenal que maneja Rooney, un atacante potente, de enorme fuerza, mucha personalidad, gran pegada de corta y larga distancia, con regate, que puede jugar de poste y buscar la pared larga o que simplemente consigue ubicarse perfecto dentro del área para terminar la jugada.
Un muchacho áspero que creció de forma silvestre y que fue calando la vida con base en las vicisitudes de la misma. Un hombre excéntrico capaz de apostar una noche en el casino 100 mil libras, de gastarse según los tabloides sensacionalistas cinco millones en su boda, pero de mantener sus amigos de Croxteth e ir a visitarlos en un Bentley para tomar una cerveza.
Así es la montaña rusa del máximo anotador en la historia de la Selección de los tres leones, un jugador que de niño entrenaba boxeo para que en la escuela no sufriera abusos de nadie.
Un chico común y corriente que hoy es millonario, famoso y goleador. Casi nada.