La fiesta del Mundial no permitirá excesos que estén fuera de las normas establecidas por el país. Rusia lo deja claro desde antes de pisar su tierra.
El mexicano,irreverente, acostumbrado al escándalo, a la fiesta, pasea por el aeropuerto de Lisboa, antes de embarcar rumbo a Rusia, ataviado con su sombrero y playera verde se siente el rey del mundo.
Envalentonado se topa con brasileños y les decreta que serán eliminados en Octavos cuando enfrenten al Tri. Parece resignarse a que será segundo de grupo.
Las risas de ambos bandos aparecen, el ambiente parece que será jovial, comenzará la fiesta en el avión. Ya adentro, el mexicano intenta echar una porra y organizar la famosa ola.
En el primer intento recibe una reprimenda, el segundo es un regaño claro de que ese comportamiento no es admisible.
El avión se vuelve un cementerio y se pone más gélido cuando aterriza en Moscú. La indicación: nadie puede bajar del avión, seguridad tiene que inspeccionarlo.
Una rubia de media estatura entra al a la aeronave, no tiene una sonrisa de “bienvenidos a mi país”, en su defecto, porta una cámara térmica que va grabando a todos los que están en el avión.
Los rostros de los pasajeros han quedado grabados, el silencio es absoluto, la festividad de brasileños y mexicanos es apagada.
El siguiente paso es migración, el lugar está abarrotado, la inspección es minuciosa, revisan cada sello, cada hoja del pasaporte mientras una cámara sigue grabando cada instante.
A un costado de migración se encuentra el acceso de personal, la entrada de los agentes de seguridad hipnotiza a todos; ellos accesan con orden, la puerta se abre cuando la tarjeta de acceso la activa, pero a diferencia de México, la fila de personas no avanza con la puerta abierta, el protocolo exige que cada empleado la abra y cierre.
Una vez pasando migración, la esperanza del mexicano aflora, vino a la fiesta más grande del futbol y espera que así sea.