Para ser luchador hay que perderle el miedo a los golpes y arriesgarlo todo arriba del cuadrilátero. Pocos gladiadores entregaron el alma dentro del ring al grado que lo hizo Pedro Aguayo Damián, quien hacía honor a su nombre cada vez que pisaba la lona. Aguerrido y feroz como un perro, Aguayo se colocó como uno de los más grandes luchadores en la historia de este deporte.
Durante la década de los 70s y 80s la lucha libre mexicana se pintó de rojo con toda la sangre derramada por las máximas figuras de la época. El Perro Aguayo era la viva imagen de lo que acontecía semana a semana en los cuadrilátero de la República Mexicana. La manera tan agresiva con la que atacaba y la rabia con la que subía al cuadrilátero lo comparan únicamente con el Cavernario Galindo, quienes con su sólo presencia hacían temblar a su rivales.
Entrar al ring con el Perro Aguayo era algo exclusivo de los gladiadores más valientes de la baraja luchística del milenio pasado. Enfrentar al Can de Nochistlán dentro del encordado significaba un desgaste físico enorme debido a la manera tan constante con la que atacaba, como un autentico perro con los dientes de fuera, el zacatecano conquistó al público más exigente de la lucha libre.
Sigiloso en la asecha y letal en el ataque, el Perro Aguayo se caracterizó por una manera bastante peculiar de acabar con sus rivales. En ocasiones la lucha quedaba en segundo término, el objetivo del zacatecano era acabar a como diera lugar con el que tuviera enfrente. Pese a no tener el físico más impresionante, relacionado con los estereotipos del luchador de la década de oro de la lucha libre mexicana, el Can de Nochistlán le hacia frente a quien estuviera en su camino.
El origen humilde y el hambre de triunfo que se veía en su rostro hicieron que la afición mexicana se identificara al máximo con Aguayo quien les demostraba lucha tras lucha la ambición de salir siempre adelante. Aguerrido como la gente mexicana, el Perro Aguayo dejó un legado imborrable dentro de los encordados de nuestro país.