Las llamas comenzaron a devorarse el Ferrari de Niki Lauda y la imagen del Nurburgring aquel 11 de agosto de 1976 más parecía sacada de una guerra. El austriaco había perdido el control de su monoplaza y terminó estrellado contra el guardarraíl, provocándose quemaduras de primer y tercer grado en el rostro, la cabeza y las manos, además de que inhaló los gases del combustible por lo que sus pulmones estaban severamente dañados. Todo parecía perdido, pero demostró que nunca hay que subestimar el corazón de un campeón y contra todo pronóstico, volvió a nacer.
En los años setenta la Fórmula 1 consumía vidas de pilotos a un ritmo vertiginoso. Los chasis eran tubos de aluminio fino como las hojas de un árbol, llenos de combustible que no resistían golpes y ardían con facilidad, razón por la cual Lauda parecía condenado a sufrir el mismo destino que otros pilotos. Sin embargo, solo 40 días más tarde, el de Viena estaba subido de nuevo en su Ferrari en el circuito de Monza, en el que acabaría cuarto y con los vendajes de su cabeza totalmente ensangrentados.
Tenía solo 27 cuando ese accidente cambió su vida para siempre cuando su auto se estrelló frontalmente, rebotó hacia el centro de la pista envuelto en llamas tras dar varias vueltas y fue embestido después por otro automóvil que venía detrás de él y no pudo maniobrar a tiempo. Lauda se repuso a su terrible accidente y llegó a la última carrera en Japón con opciones de revalidar su título, pero las condiciones climáticas eran adversas, demasiada agua en la pista y el accidente de Alemania muy reciente, motivos suficientes para abandonar y darle vía libre a su archienemigo James Hunt, quien ganó entonces su primer cetro.
Pero Lauda no tardaría en recuperarse, al año siguiente en la temporada de 1977, y ya totalmente recuperado, consiguió alzarse con su segundo campeonato. Y no sería el último, también se proclamó campeón en 1984 en el Mundial más ajustado de la historia, en el que venció a Alain Prost, su compañero de equipo en McLaren, por tan solo medio punto, para demostrar que no importa cuán difíciles sean los problemas, siempre se puede salir adelante.