Todas las navidades recibía la camiseta del United: “era un sueño para mí, sólo esperaba que llegara el 25 de diciembre para tenerla”. Nada mal para un chico que creció en el rudo noreste londinense a dos kilómetros de Brisbane Road, el campo del Leyton Orient, a cinco de Boleyn Ground, la mítica cancha del West Ham y a idéntica distancia, ocho kilómetros, tanto de White Hart Lane, el estadio del Tottenham, como del histórico y hoy extinto Highbury, el legendario santuario del Arsenal.
David, el hermano sándwich entre Joanne y Lynne, sólo pensaba en ser jugador profesional de futbol. Su padre, Ted, un modesto reparador de aparatos domésticos fue quien le inculcó el amor por el cuadro rojo de Manchester, su obsesión fue ser futbolista, pero nunca pudo lograrlo, por ello le contaba a su hijo constantemente las hazañas que había hecho George Best, sobre todo con el siete en la espalda (de los 474 juegos que tuvo con el United en 141 portó ese número), mismo que después utilizaría Bryan Robson durante 13 años y que le heredaría a Eric Cantona, uno de los referentes futbolísticos del ya adolescente chamaco proveniente de la gran clase obrera británica.
Cuentan que en el colegio su fuerte eran las clases de música, lo demás le incomodaba. A pesar de ser tricampeón estudiantil en los mil 500 metros no había quién le quitara la idea de ser futbolista. Bueno, en realidad el único momento de la semana donde no pensaba en la pelota era cuando iba al galgódromo de Walthamstow, ahí recolectaba envases de vidrio que eran desechados por el bar del sitio. “Ganaba tres libras por hacer eso, me sentía muy emocionado e independiente porque juntaba algo de dinero y me daban permiso de ir a ver a los perros después de que corrían”, le contó a The Sun.