Una monumental banda de guerra rodearía el círculo central para entonar el himno brasileño; asimismo, decenas de guardias formarían un pasillo de honor gigantesco que engalanaría el paso triunfal de sus héroes, mientras más de 200 mil personas en el estadio gozarían de un nirvana infinito y sin vuelta atrás.
La fiesta estaba escrita, organizada; Jules Rimet, hombre fuerte de la FIFA, esperaría en el lúgubre y húmedo túnel el rugido final de la torcida, pista que le daría la señal para salir al campo con el trofeo que llevaba su nombre y entregárselo al local. No había rango de error, todo estaba claro, nada podía fallar y más valía porque la leyenda urbana indicaba que los músicos no traían la partitura del himno uruguayo.
¿Para qué?, quizá se preguntaron los organizadores, si no había equipo en el mundo que le ganara a Brasil, cuadro que en la ronda final decretada a puntos, le metió siete a Suecia y seis a España; ¿para qué?, probablemente se cuestionaron, si con el empate frente a los charrúas bastaba para ser campeones del mundo por primera vez. No existía rango de error.
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